4.2 AVILA, LA CIUDAD AZUL
En 1916 , Echevarria subía con su familia al Norte, asentándose en una ciudad castellana contrapuesta a la granadina. Avila atrajo profundamente su sensibilidad, vislumbrando en este silencioso lugar, el magnetismo necesario en los seres y los paisajes naturales. De ahí que la austeridad y reciedumbre de sus gentes, las llanuras pedregosas de sus paisajes y la sobriedad asimétrica y milenaria de sus arquitecturas estuvieran más ajustadas a su introvertida personalidad:
“Todo me habla de espíritu y procuraré no enturbiar éste, prescindiendo en lo posible de lo pintoresco y de las armonías brillantes de color, es decir, que tiendo a una emoción más concentrada y pura. Claro que esto no quiere decir que no siga buscando las armonías de color”.
De alguna manera, aquella “espiritualidad” a la que se refería en diversas ocasiones estaba acorde con el pensamiento de los intelectuales de la Generación del 98 de su tiempo, asociando el paisaje castellano con la esencia del carácter español , con el alma española.
Los escritores noventaiochistas atribuían al paisaje castellano ciertas cualidades denominadas masculinas como el fulgor, la actividad y el contraste, mientras que en el paisaje norteño destacaban otras cualidades mas femeninas, tales como la armonía, la gracia, o la proporción.
En su visión de la ciudad de Avila, siempre representada mediante una vista panorámica a extramuros, Echevarria recogía en primer término la ermita de San Segundo, levantada sobre un terreno pedregoso delante de las milenarias murallas que circundaban toda la población. Ante este recio paisaje abandonaba por completo las luminosidades mediterráneas, la tonalidades vivas, la fuerza del contraste cromático provocado por la intensidad de la luz para sumergirse en el color azul, dentro de cromatismos grises profundos, manifestando:
“Ahora que serán armonías en tono menor, que es a mi juicio, lo que mejor siento y conviene a esta tierra castellana, de la que Dios alejó toda galanura. Sus hombres nos sugieren ideas de ascetismo, y sus paisajes nos conmueven hondamente, como acaso ningún otro en el mundo. Ante él se comprende que los hombres vuelvan su mirada hacia un más allá generoso y justo, que les compense de las pocas gracias que aquí abajo les han sido otorgadas”.
En definitiva, su cambio de paleta hacia una gama fria, más monocorde, con preferencia de los azules profundos y grises, no restaría en absoluto fuerza a cualquiera de sus personajes marginales . En el caso de su conocida obra “El Paria castellano” (1917), la expresiva mirada implacable del joven mendigo junto a su perro acurrucado, traducía un sentimiento de solidaridad en el dolor, singularmente descrito por el poeta y pintor José Moreno Villa: “en éste hay un dolor sin conciencia, un dolor de bicho herido y sangrante, que ignora por qué le duele y por qué sangra; en el retrato hay la conciencia del dolor, la reflexión dolorosa” . En Avila, llegó a entablar amistad con algunos monjes dominicos vascongados del Convento de Santo Tomás, a los que pintaría vestidos con el hábito dominico en actitud pensativa.