4.2 AVILA, LA CIUDAD AZUL

Avila 1917 arch. fot Museo Bellas Artes de Alava

En 1916 , Echevarria subía con su familia al Norte, asentándose en una ciudad castellana contrapuesta  a la granadina. Avila atrajo profunda­mente su sensi­bili­dad, vislumbran­do en este silen­cioso lugar, el magne­tismo necesario en los seres y los paisa­jes naturales. De ahí que la auste­ridad y reciedumbre de sus gentes, las llanu­ras pedregosas de sus paisajes y la sobriedad asimé­tri­ca y milena­ria de sus arqui­tecturas estuvieran más ajustadas a su intro­verti­da personali­dad:

“Todo me habla de espíritu  y procura­ré no entur­biar éste, pres­cin­diendo en lo posible de lo pinto­resco y de las armonías brillantes de color, es decir, que tiendo a una emoción más concentrada y pura. Claro que esto no quiere decir que no siga buscando las armonías de color”.

De alguna manera, aquella “espiritua­lidad” a la que se refería en diversas ocasiones estaba acorde con el pensa­miento de los inte­lectuales de la Genera­ción del 98  de su tiem­po, asociando el paisaje castellano con la esencia del carácter español , con el alma españo­la.

Los escritores noventaiochistas atribuían al paisaje caste­llano  cier­tas cualidades denomina­das masculi­nas como el ful­gor, la acti­vidad y el contras­te, mientras que en el paisaje norte­ño destacaban otras cuali­dades mas femeni­nas, tales como la armo­nía, la gracia, o la pro­porción.

En su visión de la ciudad de Avila, siempre representada mediante una vista panorámica a extramuros, Echevarria recogía en primer término la ermita de San Segundo, levantada sobre un terreno pedregoso delante de las milenarias mura­llas que circundaban  toda la pobla­ción.  Ante este recio paisaje abandonaba por completo las lumino­sidades mediterrá­neas, la tonalidades vivas, la fuerza del contraste cromático provocado por la intensidad de la luz para sumer­girse en el color azul, dentro de cromatismos grises profundos, manifes­tando:

“Ahora que serán armo­nías en tono menor, que es a mi juicio, lo que mejor siento y conviene a esta tierra caste­llana, de la que Dios alejó toda galanura. Sus hombres nos sugieren ideas de asce­tismo, y sus paisajes nos conmueven hondamente, como acaso ningún otro en el mundo. Ante él se comprende que los hombres vuelvan su mirada hacia un más allá generoso y justo, que les compense de las pocas gracias que aquí abajo les han sido otorgadas”.

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El Paria castellano 1917 Museo de Bellas Artes de Bilbao

En definitiva, su cambio de paleta hacia una gama fria, más monocorde, con prefe­rencia de los azules profundos y grises,  no restaría en absoluto fuerza a cualquiera de sus personajes marginales . En  el caso de  su cono­ci­da obra “El Paria castellano” (1917), la expresiva mirada implacable del  joven mendi­go junto a su perro acurrucado, traducía un sentimiento de solidaridad en el dolor, singularmente descrito por el poeta y pintor José Moreno Villa: “en éste hay un dolor sin con­ciencia, un dolor de bicho herido y sangrante, que ignora por qué le duele y por qué sangra; en el retrato hay la conciencia del dolor, la refle­xión dolorosa” . En Avila,  llegó a entablar amistad con algunos monjes dominicos vascongados del Convento de Santo Tomás, a los que pintaría vestidos  con el hábito dominico en actitud pensativa.