C. CASTILLA EN LAS RAÍCES DE ESPAÑA

La Generación del 98 encontró en Castilla la más certera expresión de las señas de identidad de España. Algunos creadores modernos vascos compartieron ese afán de descubrir en sus pueblos centenarios  las raíces de la idiosincrasia española. Entre otros, el conocido libro “Viaje a España” del literato francés T. Gautier despertó en los jóvenes literatos su atracción por los viejos pueblos castellanos.  Azorin le dedicó un libro a “Castilla” , a sus fondas, sus ferrocarriles,  a sus paisajes con sus interminables llanuras. En las ciudades castellanas desenterraron el  pasado glorioso de la nación española a través de sus gestas históricas, describiendo la fuerza contenida de sus paisajes  que junto al vigor de sus antepasados convertían a Castilla en una tierra casi inmortal. Así pues,  el poeta Antonio Machado  describió magistralmente  la singular belleza del paisaje castellano :

¡ Castilla ! – España de los largos ríos
que no ve el mar y corre hacia los mares –
¡Castilla de los páramos sombríos!
¡Castilla de los negros encinares ¡
Labriegos que transmigran y pastores
que trashuman – arados y merinos-
labriegos con talante de señores,
pastores del color de los caminos.
¡ Castilla  de grisientos peñascales,
pelados serrijones,
barbechos y trigales,
malezas y cambrones!
¡ Castilla azafranada y polvorienta,
sin montes, de arreboles purpurinos,
Castilla visionaria y soñolienta
de llanuras, viñedos y molinos!

8. Antonio Machado

Antonio Machado

Los escritores noventaiochistas llegaron a encumbrar el género del paisaje como la más certera expresión del alma. El paisaje era  capaz de emanar una profunda carga emotiva, describiendo la belleza del suelo castellano. Con su sentir lograron trazar en pinceladas sueltas sus brillantes  imágenes literarias. La preferencia de los campos castellanos frente a los demás paisajes de la geografía española se debía a sus rasgos de austeridad, desnudez y fuerza calificadas de “cualidades mascu­linas”, consideradas de una belle­za supe­rior a la de cualquier paisaje norte­ño y, por supuesto, al típico paisaje meridional. A los campos del Norte se les atribuía ciertas “cualida­des femeninas”, basadas en la gracia, la armonía y la proporción, las cuales al no ofrecer suficiente contraste, ni rudeza, no suscitaron demasiado inte­rés en la mentalidad de los escritores noventaiochistas. La imagen de la tierra castellana supuso el punto de mira sobre el que debía gravitar la regeneración española, pues su reali­dad era la más recia y verdade­ra, oponiéndose a la alegre y superficial visión del paisaje meridio­nal sureño.

En la llanura inacabable de la tierra castellana, en la soledad de la escasa vegetación de su campo,  descubrieron la esencia del pueblo español: “Ancha es Castilla! – escribía Unamuno– Y ¡ que hermosa la tristeza reposada de este mar petrificado y lleno de cielo! Es un paisaje uniforme y monótono en sus contrastes de luz y sombra, en sus tintas disociadas y pobres en matices. Las tierras presentan como en una inmensa plancha de mosaico de pobrí­sima variedad, sobre la que se extiende el azul intensísimo del cielo. Faltan suaves transi­ciones, ni hay otra continuidad armónica que la de la llanura inmensa y el azul compacto que la cubre e ilumina“.

Entre todos los literatos, Unamuno alcanzó la mirada más trascendente, en busca de una interpretación más profunda de nuestra historia, indagando en la conciencia nacional a fin de salvaguardar nuestros ideales eternos en medio de un sentido trágico de la vida. El filósofo vasco definió la importancia de la “intrahistoria” como ese sustrato humano que permanecía vigente a lo largo del tiempo , sobreviviente al pasado, que tomaba conciencia de nuestra imperecedera historia nacional, sin importarle demasiado la actitud burguesa del resto de países europeos.

A principios del siglo veinte, los más renombrados artistas vascos de la época descubrieron en Castilla ese escenario pictórico provisto de la desnudez y la melancolía. Zuloaga, los hermanos Zubiaurre y Uranga pintaron primordialmente en los campos de Segovia, Maeztu en Soria , Iturrino en Salamanca y Echevarria en las llanuras de Pampliega ( Burgos) y en la milenaria ciudad amurallada de Avila.

En el caso del paisaje castellano pintado por Zuloaga ofrecía una amplia visión de aquellos pueblos centenarios , con las viejas arquitecturas de sus casas, los afilados peñascos de sus montañas en contraste con los cromatismos de su vegetación, evocando siempre la legendaria rudeza del suelo castellano.  Mientras que Echevarria con su monocromía azulada en la ciudad abulense se detuvo ante esa sensación de inmaterialidad propia del sentir noventaiochista, evocando un senti­mien­to nos­tálgico de la tierra españo­la.  Años más tarde, en sus  vistas panorámicas del pueblo burgalés de Pampliega, vino a representar la desnudez de sus arquitecturas  con un  prolongado sinnúmero de campas,  pequeñas manchas   diseminadas con ligero predominio de colo­res cáli­dos, ocres naran­jas, rosas anaranja­dos, sobre las tonalidades frías.  En definitiva, se podían contemplar dos imágenes distintas de la Castilla interior, Zuloaga construyendo escenarios más reales  pero a la vez mas exacerbados , y Echevarria trazando paisajes mas interiores, mas liricos,  en donde subyacía cierta nostal­gia de un pasado con lugar en la historia.

Precisamente, a Azorin le retrató con un fondo de la ciudad de Avila, quien en su obra “Castilla” describió de manera magistral  a  los habitantes  de estos pueblos centenarios castellanos:

Estos labriegos secos, de faces polvorientas, cetrinas, no contemplan el mar: ven la llanada de las mieses; miran, sin verla, la largura monótona de los surcos en los bancales. Estas viejecitas de luto, con sus manos pajizas, sarmentosas, no encienden, cuando llega el crepúsculo, una luz ante la imagen de una Virgen que vela por los que salen en las barcas : van por las callejas pinas y tortuosas a las novenas, miran al cielo en los días borrascosos y piden, juntando las manos, no que se aplaquen las olas, sino que las nubes  no despidan granizos asoladores”.

9. Aldeano de Avila

Aldeano de Avila 1916

Durante su estancia en Avila,  Echevarria llevaría al lienzo a diversos labriegos del campo castellano, tal como su “Aldeano de Avila”,   remarcando el perfil de su rudeza , aldeanos acostumbrados a sobrevivir duramente en ese mundo rural  atrasado y olvidado de la sociedad, en medio de la intemporalidad  de sus paisajes.  Con el semblante  de una raza fuerte que había ido conformándose en un entorno geográfico adverso,  Unamuno trazó el singular carácter de estos hombres  en su  libro “En torno al casticismo” : “en esas viejas ciudades amodorradas en la llanura… vive una casta de hombres sobrios, producto de una larga selección por las heladas de crudísimos inviernos y una serie de penurias periódicas, hechos a la inclemencia del tiempo y a la pobreza de la vida”.

Por otra parte, la generación noventaiochista puso de relieve la acentuada religiosidad del pueblo español perpetuada a través de  los siglos mediante el valioso patrimonio histórico nacional que permanecía diseminado, vigente en  cualquier región de la península. Desde sus centenarias catedrales , verdaderas  joyas de la arquitectura, hasta sus más humildes ermitas, escondidas en medio del territorio español, transmisoras de uno de los valores arraigados en nuestra raza, tal como lo expresaba Azorin: “Yo veía las ermitas que se levantan en las fragosidades de las montañas o en la monotonía de un llano. Yo veía, en fin, todos los parajes y lugares que en nuestra España frecuentan la devoción y la piedad. ¿No está en estas iglesias, en estos calvarios, en estas ermitas, en estos conventos, en este cielo seco, en este campo duro y raso, toda nuestra alma, todo el espíritu intenso y enérgico de nuestra raza?“.   De hecho, en distintos oleos de la ciudad de Avila, Echevarria quiso pintar en primer término  la pequeña ermita de San Segundo  ,  situada a extramuros acompañando a  una vista panorámica de la ciudad amurallada, que ligaba  la religiosidad del pueblo a la historia de esta  ciudad castellana.

Sin lugar a dudas, el asunto religioso continuó siendo una de las constantes temáticas debido a la ineludible sintonía de la población rural con las festividades religiosas, a menudo acostumbrada a tomar parte en sus celebraciones. En su pequeño cuadro de “ La procesión del Corpus Christie” ,  Echevarria recogía la asistencia del gentío detrás del monumento religioso con la custodia, recorriendo  las calles del pueblo  ondarrés . Asimismo,  en  su boceto “Mujeres rezando en la iglesia”   asomaba el fervor religioso de algunas mujeres enlutadas rezando en el interior de una iglesia de Ondarroa mientras sus familiares salían a faenar en las procelosas aguas del Cantábrico.

De igual modo, en  algunas centenarias  procesiones de Semana Santa se ponía de relieve la sanguinolencia de los mismos penitentes debido a los excesos de los  flagelantes y de los hombres encapuchados. Celebraciones religiosas que suscitaban disparidad de opiniones, unos contrarios a su práctica debido al fanatismo religioso en ciertas costumbres populares, pero otros vislumbrando la espiritualidad subyacente en estas manifestaciones ligadas a nuestro país. De hecho, a propósito de su cuadro “Los Flagelantes” de Zuloaga , el escritor Unamuno comentaba: “¿ Es que su tremendo cuadro de los Flagelantes  no se lo encontró todo hecho en una de esas sanguinosas procesiones de Semana Santa que se celebran aun en tierras de la Rioja, en El Ciego, pongo por caso? ¿ Y quién dice que esas procesiones no son tan españolas por lo menos como cualquier romería a lo Teniers? .”

Por otro lado, otro de los asuntos  dominantes  en la escena española era la atracción  por las fiestas taurinas, a las que acudían un numeroso público, pero sin dejar de ocultar la cara más sangrienta de las corridas de toros. En su conocido cuadro “Victimas de la Fiesta” , Regoyos quiso llevar al lienzo la cruda imagen de los caballos muertos desparramados por el campo tras su embestida en las plazas de toros . En esta época,  las principales víctimas de las corridas eran los caballos de los rejoneadores,  al ser embestidos brutalmente por los toros  en el ruedo ,   ante el regocijo del público asistente. En más de una ocasión, algunos de los escritores noventaiochistas  se opusieron a este tipo de despiadado espectáculo taurino, Unamuno en sus escritos, así como Baroja en las descripciones de algunas de sus novelas ( “La Busca”).

Por el contrario, Echevarria quiso representar  el ambiente festivo de las típica “Capea”  con los mozos corriendo tras el animal dentro de la plaza del pueblo.  De igual modo que Francisco  Iturrino ofrecía  la cara más desenfada de las celebraciones taurinas, concediendo  el protagonismo a  sus manolas vestidas con traje de fiesta y  sus mantillas en la cabeza, en ocasiones sentadas, asistiendo a la puesta en escena de una novillada en un pueblo andaluz.

10. Procesion del Corpus Christi Ondarroa

Corpus Christie ca.1913

Capea ca. 1918